César González: “Mi vida fue un golpe bajo permanente”

“Antes era reacio y ahora tengo muchas ganas de escribir sobre mi vida”, le cuenta a Clarín César González quien lanzó hace poco Rengo Yeta, su segunda novela autobiográfica. La historia continúa lo narrado en El niño resentido, la primera parte de esta saga, donde cuenta desde sus memorias de infancia en el barrio Carlos Gardel, su ingreso en el mundo del delito y su llegada a una institución penal de menores. La primera parte fue un éxito de ventas y cuenta que esto le sorprendió ya que “La propuesta fue de Ana Laura Pérez, editora de Penguin Random House. A mí ni se me pasaba por la cabeza escribir algo autobiográfico”.
El escritor César González. Foto: Florencia Downes TELAMRodeado de libros de filosofía, cine, arte y estética, hay un espacio en su biblioteca para la literatura pero no es el más voluminoso. Cuenta que ahora está entusiasmado con el quehacer literario sobre su propia existencia –aquella que fue del robo de caño y el secuestro a publicar libros de poesía, ensayo, filmar cortos y películas– ya que le permite otro tipo de llegada. Es la primera vez que se mete tan de lleno a contar su propio camino vital. Aunque algo de todo esto ya asomaba. En un poema titulado “Sensaciones de un domingo en cana” incluído en su primer libro, La venganza del cordero atado (2010), escribió: “El resentimiento es simplemente el alcohol que bebe esta soledad obligatoria”.
Ante la pregunta de si todo este proceso de escritura, que muy probablemente continuará con una tercera entrega, fue una suerte de ajuste de cuentas con él mismo, afirma que sí. “Me di cuenta que lo necesitaba y no lo sabía”, agrega el escritor, fanático de Racing, club al cual le dedicó un poema, mientras posa para las fotos rodeado de la ropa que se seca al sol y comenta que en un día como estos siempre se acuerda de su estadía en la cárcel que se extendió por cinco años: “Me es imposible no comparar todo el tiempo. Los días de sol y de lluvia siempre me hacen acordar cuando viví el primer día de sol y el primero de lluvia afuera”. En otro poema, “Ciudad panóptica”, escribió: “No hay peor cárcel que la mirada del otro”.
–¿Cómo es trabajar con tu propia vida?
–Lo primero que tuve que encontrar fue la razón de ser de escribir mi autobiografía. Estuve muchísimos años completamente negado a escribir estrictamente mi biografía o cualquier fragmento de mi vida. Si bien lo biográfico siempre atravesó mi trabajo en el cine y la poesía. El fundamento principal lo encontré primero en el vacío que hay en la literatura nacional sobre estos mundos. Quizás el mundo de los barrios populares ha sido un poco más representado que la cárcel y con mucha más dignidad pero el de la cárcel se mantiene en las tinieblas del tabú, en un lugar de morbo. Es como un depósito donde se proyectan las peores perversiones que tiene el ciudadano de bien. Para Rengo Yeta encontré desde ahí una gran motivación. No sé si la palabra es aportar, pero dije: hay que hacer un poco de justicia con este mundo. Era tanto lo que viví que no necesitaba agregarle demasiados adjetivos ni sentimentalismo porque había sido demasiado. Mi vida fue un golpe bajo permanente.
–¿Cuál te parece que fue la clave del éxito?
–Veo en la sociedad argentina un sector interesado en estas temáticas por empatía y una necesidad de acercarse a realidades desconocidas. Para la gente que es ajena al mundo ese y también para la misma gente de mi barrio darse cuenta de que hasta nosotros mismos terminamos comprando los estereotipos que hacen de nosotros. También creo que había un vacío. Creo que se abre una puerta ahora para todas las personas que hayan vivido experiencias similares. No porque sean los primeros libros que cuentan esos mundos pero sí que al contar con una editorial tan potente, que te puede poner los libros en cualquier librería, se abrió esa puerta para apropiarse de la representación que siempre se nos negó.
–Tu prosa narra sin explicar de más. Muestra. Quizás eso provenga de tu reflexión en el cine. En tu biblioteca hay muchos libros sobre cine.
–La propuesta me llega en un momento que, a los 33 años, ya tenía un recorrido vital, de lecturas, pensamiento y análisis de cuestiones artísticas donde creo que si lo hubiese escrito trece años atrás, hubiese estado todo mucho más cargado. Mientras escribía me puse a leer autobiografías. Ese fue mi método. Reflexioné mucho sobre mi propia obra.
–El niño resentido podría pensarse como una novela de iniciación también.
–Sí. Y es más fragmentario, no está tan enclavado. Lo escribí con incertidumbre y bronca. Condensé muchísimo. En cambio, en Rengo Yeta fue al revés: eran seis meses en casi 200 páginas. Cambió mi sentido de la temporalidad. La percepción del tiempo en la cárcel es completamente diferente a la percepción del tiempo en libertad. Recuerdo muy bien muchos momentos de sentir que el tiempo no pasaba y más si encima estás en alguna adversidad, en alguna bronca con otro pibe. Fue un desafío poder traducirlo a una forma literaria.
–En el libro aparece tu propia fragilidad. Incluís tus miserias y debilidades. Más allá de que eras un pibe de barrio, con códigos, que llegan con antecedentes pesados, mostrás lo difícil que te resultó adaptarte
–Tuvo algo de terapéutico eso. Tenía como un relato casi de hierro armado que contaba siempre en entrevistas. Y la verdad que fueron cinco años, 1500 días encerrado. Nunca había contado que tuve miedo. Un miedo mortífero, no una reacción primaria que tiene todo ser humano. Un miedo de verdad que me carcomía los huesos que era el miedo a los otros pibes más que a los guardiacárceles. Por primera vez me encuentro en esa experiencia de tener que demostrar todo el tiempo que te la aguantás. Entonces, no podía pegarme un cartel o negar ese miedo. Después iba a leer un pibe que estuvo en cana conmigo, que yo me hacía el superhombre e iba a decir, "este es un chanta". Era fundamental ser honesto conmigo mismo. Por más que a veces parezca que honestidad y arte no van en la misma oración, para mí sí. Creo que toda literatura que se cuente con honestidad, transcurra en una mansión o en una casilla, va a tener mucha más potencia.
El escritor César González. Foto: Florencia Downes TELAM–¿Qué recordás de esa violencia entre pares?
–Obvio que existe la violencia del servicio penitenciario, las torturas y hasta casos de homicidios, pero la mayor cantidad de violencia se ejecuta entre los mismos presos. Por más que no quieras, el hábito te termina ganando. Pero por más que te adaptes igual es un flagelo. Peor cuando empiezo a tener conciencia de clase. Digo: somos de la misma clase. De última busquemos un enemigo en otra clase. ¿Cómo que somos enemigos entre nosotros? Ese miedo se te va haciendo un callo en el alma, una fortaleza inconsciente. Siento que nada que uno pueda vivir acá afuera, ni la experiencia más extrema y negativa, es el 1% de lo negativo que viví ahí adentro. Eso también es una condena. El libro también me sirvió para decir: para llegar a esta fortaleza tuve que atravesar todas estas vulnerabilidades.
–Contás que después de un robo un grupo de vecinos intenta linchar y te salva un policía. También decís que chorros y policías venimos de la misma clase social. Pienso en la frase “Más poesía, menos policía”.
–Nunca la dije en mi vida, por suerte. Es lo que hace que me respeten los policías. Sé que hay policías que me leen y me respetan. Porque no los llevo ni al lugar de malos ni de víctimas y creo que eso siempre es muy interesante. No inventé nada, es lo que habría que aplicar para cualquier aspecto de la vida. No caer ni en la romantización ni en la estigmatización, como las dos caras del mismo problema. Lo mismo con su contracara, el pibe chorro. O es una víctima o un monstruo. Y la verdad es que no. Ningún ser humano es un monstruo. Con el policía siento que hay una comodidad de los sectores progresistas de pensarlos como los malos y que la violencia se explica por la mafia policial. Y voy a decir, ¿Hablaste alguna con un poli? ¿Te tomaste el tiempo de preguntarle qué piensa, de dónde viene, cuál fue su vida? Porque yo sí. Porque la vida me obligó. Cuando estuve preso y estás conviviendo todo el día ahí con ellos, hablás. ¿Cómo no vas a hablar?
–Hay uno que en un momento los ayuda.
–¡Menos mal! Bendito sea, Gutiérrez. Después ya en los otros institutos, que ya somos más adultos, más vínculo todavía. Hasta con los malos. Con los malos, los que eran más ortiva y y más hijo de puta, igual yo me sabía el nombre de los hijos, me sabía el nombre de su mujer, de dónde eran. Y ellos sabían de mí y se daban cuenta cuando vos estabas mal, cuando estabas bien. Me remito al vínculo. ¿Por qué se niega? Si el malo en la cárcel es el poli, ¿los buenos quiénes serían? ¿Trabajadores sociales, psicólogos? Si tengo que ser sincero, no sé. No hay buenos y malos porque supuestamente los que eran buenos a mí me re verduguearon. Una psicóloga –nunca un policía– me dijo “vos estás acá por culpa de tu mamá”. Porque la psicóloga no tiene calle y no puede tener un vínculo de igual a igual. El policía al revés, me preguntaba: ¿Tu mamá está bien, necesita algo?
–También en un momento reflexionás sobre Dios y la religiosidad popular. Hasta contás un encuentro con Bergoglio, el futuro Papa.
–Durante años me hice el ateo, pero en los momentos de adversidad rezaba. Nunca me tapé el Gauchito, siempre lo tuve cerca. En Rengo Yeta, la religión y el sexo son los dos ejes centrales. En la cárcel no conocí a ningún preso ateo: todos creían en algo, sin importar el credo. Yo mismo tuve que admitirlo: me cansé de hablar mal de Dios, pero cuando estuve preso recé todos los días. Lo de Bergoglio fue fascinante. Cuando falleció pensé: “Esto va a pegar mucho más todavía”. Iba seguido al Roca y a otros institutos. El otro tema es el sexo y el imaginario que la clase media proyecta sobre los presos: que en la cárcel te violan. En cinco años no vi una sola violación ni una insinuación. No porque se ocultara, sino porque en ese ambiente hipermasculino eso era impensable.
–Hablábamos de la cuestión de clase. Hay un momento en donde contás que ingresan unos rugbyers chetos y ahí te cae la ficha de cómo la justicia favorece a las clases altas.
–El punto de quiebre fue cuando conocí a Patricio Montesano, el profe que me empezó a llevar libros y a decir cosas que me volaron la cabeza. Esos libros me ayudaron a ponerle nombre a cosas que yo ya intuía pero no sabía cómo explicar: el sistema, las clases sociales, por qué el sistema judicial representa a una clase y castiga a otra. Ahí entendí que ese deseo que yo creía propio –robar, hacerme el vivo– en realidad era un deseo prefabricado por el sistema. Durante años conté el cuento del “click”, como si hubiera sido un libro el que me despertó, pero después me di cuenta de que no fue tan así. No hay un momento mágico: hay miles de minutos encerrado, preguntándote por qué todo es como es. Y cuando empecé a hacerme esas preguntas, nadie me las quería responder. Le preguntaba a la psicóloga, al trabajador social, a cualquiera, y todos se enojaban: “No te victimices”. Pero yo no me estaba victimizando, quería entender por qué dos chetos acusados de matar salen en 18 días y un pibe pobre por robar un celular se come un año en cana. Nadie me lo explicaba, así que seguí hasta encontrar una respuesta. Con Patricio empecé a entender, a desempolvar todo eso que ya estaba adentro mío, esperando. Me llevó veinte años darme cuenta de que el verdadero click no fue un libro, fue conocer a esos pibes que me empezaron a hacer ruido por dentro.
- Nació en el año 1989 en el seno de una familia humilde en la Villa Carlos Gardel, al oeste del conurbano.
- Tiene una prolífica labor en distintas artes, entre las que se destacan el cine y la poesía.
- A la fecha lleva realizados 7 largometrajes, 3 cortometrajes, 1 documental y varios videoclips.
- Como escritor ha publicado varios libros de poesía y una autobiografía, también trabaja como productor musical y es artista plástico.
- Ha sido columnista y colaborador en distintos medios gráficos y digitales.
Rengo Yeta, de César González (Reservoir Books).
Clarin




